"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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El jarillar

EL JARILLAL (Publicado Editorial Equinoccio – 2017- 3º premio Culturaletras 2015) Era un crepúsculo como todos. Nada diferente a los otros del campo agreste. El sol se ponía adormecido y la tierra arrojaba sus aromas a mojado. Los jarillales hacían lo suyo acompañando a la brisa con sus aromas característicos. El grupo estaba más allá, con sus guitarras somnolientas tratando de arrancar de sus cuerdas endebles, canciones viejas y tristonas. El charango las acompañaba y un bombo martillaba los tonos más acompasados. Un rumor cadencioso imitaba un ritmo ininteligible… que parecía un folklore de ebrios padecientes y llorosos. Sentada sobre piedras húmedas y algo frías, con mis manos rodeando mis piernas y el mentón apoyado sobre mis rodillas, escuchaba pero… indiferente al entorno diluído. El humo de carne asada a las brasas, movía sus volutas al son de la ventisca caprichosa que se había decidido a bailar con el ritmo que las cuerdas emitían desde el fogón. Arrimados al fuego, el conjunto continuaba afanoso con sus cánticos adormecedores. Dominaban las imágenes, las brasas en el rescoldo de la parrilla y las chapas calentando tortas con chicharrones que estimulaban los hocicos de los perros hambrientos y esmirriados. Su voz se aproximó lentamente. Le reconocí porque el viento la traía en modo intermitente a medida que él se acercaba. Parado cerca de mí, me dijo secamente: “Sin él, ya todo se ha terminado. Esto ya ha perdido el sentido. Es hora de irme”. Comenzó a soplar un viento más intenso y ahora agitaba los yuyos amarrados a la tierra seca y sedienta, mientras levantaba polvo cuya suciedad opacaba las pocas superficies que la luz mortecina permitía vislumbrar. Me quedé observando los verdes y grises de esos plantines de jarilla salvajes y resilientes. Mirándolos… me extrañó de repente descubrir yuyales secos, pero aún vivos, con sus hojarasquillas achicharradas por el sol ardiente de las siestas impías del verano y la falta de lluvias en los terruños hostigados. Sin embargo, se erguían orgullosos, muy resistentes, indomables e inquebrantables. Mostraban apenas algunos minúsculos capullos violáceos de sus tímidas florecillas muy salvajes. Tan bucólicas como las espinosas ramas que con orgullo brotaban de sus moribundos tallos, pretendiendo sus derechos a la supervivencia, casi negada por el azaroso destino cruel. Él continuó al captar mi indiferencia: “Ya es la hora Jacinta… me tengo que ir. Por favor no llorisquees, pues ya lo he decidido y me voy. Esto nunca funcionó y ahora que el chiquillo no está más, con más razón, “me pego la vuelta”. Continué mirando al yuyo más próximo y tomé conciencia que el pobrecillo, había sobrevivido a las pisoteadas de los gauchos, a las jaurías de perros mastines, y a la falta total de agua. Habían pretendido sobrevivir en las tierras yermas no regadas ni por hombres ni lluvias ausentes desde vaya a saber cuántos meses. Es que por esos espacios el cielo había olvidado sus funciones y, carente de piedad, había privado de aguas balsámicas y secado hasta las lágrimas de los sufrientes. Sin más palabras que agregar, girando sobre sí, él se marchó cansino sin hacer ruido. Me dí cuenta de su ausencia cuando no sentí más su olor a tabaco rancio. Sin darle importancia alguna, no dejé de mirar los otros yuyos más cercanos al conjunto. El capataz se me acercó inquiriendo: “¿Gusta un mate doñita? Mire que se lo cebé yo mismo…” Pero su voz estaba demasiado lejana como para que yo pudiera oírla. Confieso que el aroma de la carne asándose, de las tortitas al rescoldo, el perfume de los jarillales humedeciéndose apenas con el rocío que cubría lentamente la tierra y los yuyos sedientos, mientras el sol apagaba sus últimos rayos y la luna salía a cumplir su posta… acaparaban toda mi atención. Supongo que ante mi indiferencia, el capataz se habría retirado invitando a su ronda de mateadas, a los folkloristas que entusiasmados, rascaban enérgicamente sus instrumentos roncos, mientras yacían a sus pies, varias botellas de vino sacadas de la bodeguita del Zoilo. Rico producto del vino nuevo casero, y de las pisadas de las uvas en la melesca de la última vendimia… El trote del alazán que llevaba en su monta al padre de mi hijo recientemente muerto, retumbaba debajo de mis pies mientras vibraba la tierra por sus pasos a galope rumbo al nunca más. Yo seguía subyugada con el fuego y la belleza de las brasas enrojecidas. Cubos encendidos y humeantes que, además de calor, daban sensación de protección. Me incorporé de la piedra que ofrecía su superficie para mis asentaderas, atraída por el tizón y lo levanté para remover el fuego y separar más brasas para el rescoldo. Magnetizada por el rojo intenso de su largo filo punzante, me sentía hipnotizada por su calor envolvente y su intensidad iridiscente. Miré al yuyo que agitaba sus débiles hojillas mustias como avisando que su resistencia no duraría ya hasta mañana si alguien gentil o bondadoso no regaba sus raíces sedientas. Pude presentir a los guitarreros quienes tocaban una triste melodía que se escapaba con el viento. Pude ver al capataz quien todavía sostenía al mate con su mano derecha y cuya bombilla, maravillaba con el brillo de los primeros haces lunares atrevidos; mientras que con la otra intentaba gesticular imponiendo actitud con alguna palabra comprensiva y sugerente. Fue demasiado caliente e intensamente doloroso, pero solo fugaz. El viento vino a buscarme y mientras la sangre emergía tibia sobre mi vientre cayendo sobre mis muslos fríos, regando la tierra pulverulenta y resquebrajada por la sequía, alcancé a ver al jarillal feliz, pues su abrazo acarició mi rostro y partió conmigo hacia la luna plateada… que a esas alturas de la noche nueva ya había teñido a todo de plata con sus rayos incipientes sellando por fin… lo inevitable. ©Renée Escape – 2015-

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